Aterrizamos en Delhi, pasamos el amenazante kiosko de inmigración, donde miran con lupa tus documentos y te fichan cual presunta sospechosa (te toman una foto y huellas dactilares de casi todos los dedos) y recuperamos nuestras maletas con una facilidad que achaqué a haber llegado de madrugada. Hablo en plural, porque desde que bajamos del avión, Jesús, el compañero del grupo que viajaba en el mismo vuelo, y yo, unimos nuestro destino inmediato.
En la puerta de llegadas nos esperaba Ravinder, que portaba el logo de nuestra agencia y hablaba suficiente español como para sentirnos bien recibidos. Nuestra sonrisa fue casi carcajada cuando nos colocaron sendas guirnaldas de olorosas flores al cuello en el parking del aeropuerto antes de subir al taxi que nos llevaría al hotel.
Por suerte, nuestros intereses para el día siguiente coincidían, habíamos descartado los lugares que estaba previsto visitar con la agencia y el primer lugar de los restantes lo ocupaba el mismo monumento.Por la mañana teníamos que cambiar algo de dinero en rupias y reubicarnos cada uno en su habitación, pues pensando que serían menos horas, habíamos convenido en compartir una para asearnos, descansar algo y poder dejar las maletas.
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| Esta es la primera foto que hice en la calle |
Un trabajador del hotel nos acompañó a una oficina de cambio, nunca hubiéramos sospechado que podía estar en aquel barrio de casi chabolas. Dani nos recomendó movernos en Uber con el precio prefijado y pagado con tarjeta para evitar un habitual “no tengo cambio”. También nos orientó sobre dónde podíamos comer cerca del Templo del Loto, que era nuestro objetivo. Encontramos un restaurante de comida local con posibilidad de probar platos poco o nada picantes. Nuestra habilidad para leer planos no nos sirvió de nada, quisimos hacer una línea recta que veíamos clarísima atravesando un parque para acortar el camino que indicaba Google Maps y topamos con una valla que nos hizo dar un rodeo aún más grande. Hicimos cola para entrar, aunque avanzaba ligera. Había algún occidental, pero sobre todo eran indios, que supusimos turistas de fuera de Delhi.
Fue el primer lugar donde cumplir con el ritual de descalzarnos, que repetiríamos tantas veces a lo largo del viaje. En este caso, nos dieron unas bolsas de rafia para acarrearlos durante la visita. El bullicio exterior contrastaba con el silencio interior, donde devotos vigilantes velaban por abortar cualquier conversación, aunque fuera en tono de susurro. A pesar del silencio impuesto, no me resultó un lugar de recogimiento, demasiado frío (aunque en una estructura de madera, hasta los bancos eran de mármol blanco), la arquitectura, impresionante, también ejercía de distractor.Aquí aprendimos una regla que también se repetiría en todos los templos de India y Bután, donde entras descalzo, no puedes hacer fotos. Lejos de ser un inconveniente, me parece una medida acertada.
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| Foto: Yanina |
Ya estábamos casi todos reunidos, faltaban las maletas de Leo y Carlos, que llegaban con retraso por culpa de una escala demasiado corta y nos faltaban Albert, que se había quedado bloqueado en Estambul, y Bego, que se había adelantado para visitar otros lugares de India y no llegaba hasta el día siguiente.
Pasamos por el gran aljibe escalonado del siglo X (Ugrasen ki Baoli) para acabar la mañana en el gran templo sij (Gurdwara Bangla Sahib) donde terminaron con todos mis reparos a ir descalza por cualquier superficie. Hasta metí los pies en el gran estanque de aguas supuestamente curativas. Las cocinas y la organización para dar de comer a todo el que llega resultan espectaculares.
Cerramos el día cenando en un extraño restaurante, decorado con frescos de estilo occidental y ya preparado para Halloween, aunque la comida era asiática. Los camareros tuvieron un comportamiento extraño, supongo que fruto de la incomprensión mutua: tomaron nota de la comanda solo a la mitad de la mesa, nos dimos cuenta cuando en un extremo aún no habíamos pedido y empezamos a ver que traían platos por la otra punta.
Al día siguiente volamos a Bután y eso será otro capítulo.
Esto es sólo un pasar por la superficie del viaje. Si me detengo a escribir las impresiones de cada momento, los matices, la variedad de estímulos sensoriales, la belleza de algunos lugares, la sorpresa que suponían para mí, daría más para un libro que para una entrada de un blog.















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