sábado, 15 de noviembre de 2025

VIAJE A LO DESCONOCIDO. TRES DÍAS EN DELHI



Aterrizamos en Delhi, pasamos el amenazante kiosko de inmigración, donde miran con lupa tus documentos y te fichan cual presunta sospechosa (te toman una foto y huellas dactilares de casi todos los dedos) y recuperamos nuestras maletas con una facilidad que achaqué a haber llegado de madrugada. Hablo en plural, porque desde que bajamos del avión, Jesús, el compañero del grupo que viajaba en el mismo vuelo, y yo, unimos nuestro destino inmediato.

En la puerta de llegadas nos esperaba Ravinder, que portaba el logo de nuestra agencia y hablaba suficiente español como para sentirnos bien recibidos. Nuestra sonrisa fue casi carcajada cuando nos colocaron sendas guirnaldas de olorosas flores al cuello en el parking del aeropuerto antes de subir al taxi que nos llevaría al hotel.

Por suerte, nuestros intereses para el día siguiente coincidían, habíamos descartado los lugares que estaba previsto visitar con la agencia y el primer lugar de los restantes lo ocupaba el mismo monumento. 

Por la mañana teníamos que cambiar algo de dinero en rupias y reubicarnos cada uno en su habitación, pues pensando que serían menos horas, habíamos convenido en compartir una para asearnos, descansar algo y poder dejar las maletas.

Esta es la primera foto que hice en la calle
Aunque no estábamos oficialmente en nuestro circuito, el coordinador de la agencia, Dani, que ya estaba también en el hotel, se ofreció a quedar con nosotros  para tomar un café y darnos algunas indicaciones prácticas. Antes fuimos a dar una vuelta por los alrededores, paseamos por una zona residencial donde por la noche cierran las calles a la circulación, por parques donde los juegos infantiles se mezclan con la basura, vimos un templo de fachada multicolor, una familia de monos cruzando la calle, autobuses tocando el claxon junto a una señal de tráfico prohibiendo que se usara, donde esperábamos encontrar un barrio-mercado encontramos una obra que ocupaba una superficie enorme y encontramos un mercadillo de ropa que no nos llamó especialmente la atención, salvo los numerosos espontáneos queriendo vendernos auriculares inalámbricos de Apple.

Un trabajador del hotel nos acompañó a una oficina de cambio, nunca hubiéramos sospechado que podía estar en aquel barrio de casi chabolas. Dani nos recomendó movernos en Uber con el precio prefijado y pagado con tarjeta para evitar un habitual “no tengo cambio”. También nos orientó sobre dónde podíamos comer cerca del Templo del Loto, que era nuestro objetivo. Encontramos un restaurante de comida local con posibilidad de probar platos poco o nada picantes.  Nuestra habilidad para leer planos no nos sirvió de nada, quisimos hacer una línea recta que veíamos clarísima atravesando un parque para acortar el camino que indicaba Google Maps y topamos con una valla que nos hizo dar un rodeo aún más grande. Hicimos cola para entrar, aunque avanzaba ligera. Había algún occidental, pero sobre todo eran indios, que supusimos turistas de fuera de Delhi. 

Fue el primer lugar donde cumplir con el ritual de descalzarnos, que repetiríamos tantas veces a lo largo del viaje. En este caso, nos dieron unas bolsas de rafia para acarrearlos durante la visita. El bullicio exterior contrastaba con el silencio interior, donde devotos vigilantes velaban por abortar cualquier conversación, aunque fuera en tono de susurro. A pesar del silencio impuesto, no me resultó un lugar de recogimiento, demasiado frío (aunque en una estructura de madera, hasta los bancos eran de mármol blanco), la arquitectura, impresionante, también ejercía de distractor.

Aquí aprendimos una regla que también se repetiría en todos los templos de India y Bután, donde entras descalzo, no puedes hacer fotos. Lejos de ser un inconveniente, me parece una medida acertada.



Cerca de este templo hay uno de los Hare Krishna (Iskcon), que contrastaba por el colorido y el jaleo de música instrumental y cánticos. Al 
salir, un barrio plagado de tiendas y puestos, nos invitó a pasear. Cenamos con Dani en una terraza al aire libre en lo alto de un edificio de tres plantas dedicado por entero a bar de copas y zona de baile. A los pies del edificio se intuía un gran parque que mitigaba el denso aire de la contaminación.

Foto: Yanina

El día siguiente fue día de encuentros, el grupo se fue conformando. Algunos habían llegado de madrugada y se unieron a una nueva jornada de visitas turísticas desde por la mañana.


La Puerta de la India, un gran arco de triunfo del que solo destacaría su tamaño, y la delicadamente hermosa tumba de Humayun y sus jardines nos ocuparon hasta la hora de comer. 




Caminamos hasta hartarnos, porque las distancias no son pequeñas y algunos tramos no estaban muy preparados para los peatones. A la hora de comer no parecíamos estar a mano de ningún sitio apetecible. Acabamos comiendo en un restaurante americano de comida internacional. A la salida vino a nuestro encuentro Inma, la otra madrileña del grupo y volvimos a caminar hasta un parque cercano (Lodhi) con bellas construcciones que también teníamos en nuestra lista de visitas, y recogimos a Ana, la última incorporación del día. Se nos hizo de noche, así que volvimos al hotel a descansar un rato y a prepararnos para ir a cenar a una animada plaza llena de gente, coches y motos, donde la oferta culinaria era variada. Esta vez sí elegimos comida local.

Ya estábamos casi todos reunidos, faltaban las maletas de Leo y Carlos, que llegaban con retraso por culpa de una escala demasiado corta y nos faltaban Albert, que se había quedado bloqueado en Estambul, y Bego, que se había adelantado para visitar otros lugares de India y no llegaba hasta el día siguiente.


El último día fue la visita guiada por un indio que chapurreaba español y tenía un trancazo curioso que le servía para desviar la atención con un ataque de tos cuando no sabía contar algo; por la tarde tenía fiebre, no era fingido. Fue otro día intenso, empezamos por la gran mezquita Jama Masjid, donde no solo tuvimos que descalzarnos, sino también tuvimos que ponernos unas batas las chicas y los chicos en pantalón corto tuvieron que envolverse en una tela que ejercía de falda hasta los pies. Un lugar imponente en blanco y rojo. Al salir, nos llevaron por las estrechas y coloridas calles de Chandni Chowk en rickshaw (paréntesis para el debate  sobre este medio de  transporte)  con una parada en el callejón de las nueve casas con puertas ricamente decoradas. 
El contrapunto lo puso la visita siguiente,  el memorial de Gandhi, lugar espacioso, solemne y apacible.


Pasamos por el gran aljibe escalonado del siglo X (Ugrasen ki Baoli) para acabar la mañana en el gran templo sij (Gurdwara Bangla Sahib) donde terminaron con todos mis reparos a ir descalza por cualquier superficie. Hasta metí los pies en el gran estanque de aguas supuestamente curativas. Las cocinas y la organización para dar de comer a todo el que llega resultan espectaculares.




Por la tarde fuimos al Qutub minar, el minarete de ladrillo más alto del mundo, un lugar de una particular belleza a la hora del atardecer entre las ruinas que lo acompañan.






 

Cerramos el día cenando en un extraño restaurante, decorado con frescos de estilo occidental y ya preparado para Halloween, aunque la comida era asiática. Los camareros tuvieron un comportamiento extraño, supongo que fruto de la incomprensión mutua: tomaron nota de la comanda solo a la mitad de la mesa, nos dimos cuenta cuando en un extremo aún no habíamos pedido y empezamos a ver que traían platos por la otra punta. 

Al día siguiente volamos a Bután y eso será otro capítulo.

Esto es sólo un pasar por la superficie del viaje. Si me detengo a escribir las impresiones de cada momento, los matices, la variedad de estímulos sensoriales, la belleza de algunos lugares, la sorpresa que suponían para mí, daría más para un libro que para una entrada de un blog.




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