No tenemos futuro.
¿Tenemos presente?
Presente imperfecto.
Presente complicado.
Tiempos nuevos.
Tiempos inventados.
Recuerdos escondidos.
Recuerdos rescatados.
Sueños dormidos.
Sueños soñados.
No tenemos futuro.
¿Tenemos presente?
Presente imperfecto.
Presente complicado.
Tiempos nuevos.
Tiempos inventados.
Recuerdos escondidos.
Recuerdos rescatados.
Sueños dormidos.
Sueños soñados.
En 2018 publiqué esta entrada en Facebook, hoy me la ha rescatado del olvido. Me apetece darle un sitio en mi blog. He tenido dudas con el título, podía haber sido de la serie IMPRESIONES DE CAMINANTE pero no me decidía con la numeración, por orden de publicación le corresponde el V, pero por cronología es un complemento del III así que se me ocurría III bis. He optado por algo más sencillo. En sentido estricto es un recuerdo.
“Nuestro destino nunca es un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas” Henry Miller
Eso es lo que me ha pasado con Praga, ha sido la cuarta vez que la visitaba, la primera que iba más de tres días. Recordaba poco: el patio del Castillo, el puente de Carlos, la bajada por Malá Strana, el reloj y su plaza, la inmensidad de la plaza de Wenceslao… vamos, lo más típico y lo que todo el mundo conoce.
Tenía en la cabeza la referencia de la terraza junto al Moldava donde Joaquín y yo tomamos una cerveza checa la primera vez, estoy segura de que ya no está, no sé si debido a las inundaciones de hace 20 años (sí, de la primera vez ya hace más) o es que está tan transformada que me resultó irreconocible.
Sé que hemos visto muchas cosas que yo no vi las otras veces pero había algo que no terminaba de encajar más allá del cambio de negocios de todas las calles turísticas entre la plaza y el puente.
Lo descubrí en unos edificios gemelos. Eran iguales, pero uno tenía la fachada rehabilitada y el otro se había quedado a medias, la zona a pie de calle era un local para comer o tomar algo, con una estratégica terraza cubierta por toldos. Desde la acera de enfrente podía verse que los primeros metros de fachada por encima de los toldos estaban pintados no hace mucho, pero el resto del edificio estaba tal cual yo recordaba Praga: edificios preciosos pero desconchados y ruinosos. Éste tenía los huecos de las ventanas tapados con tableros de aglomerado.
Recordé que era esa la imagen que yo guardaba de la Praga menos turística, esa impresión de decadencia, de descuido, de falta de recursos para poner al día tantos tesoros. Ahora se ha tornado en otra impresión más triste por no ser auténtica. Es una sensación que creo que algunos reconoceréis. Los sitios que alguna vez fueron interesantes se han pervertido convirtiéndose en parques temáticos de sí mismos y hace falta mirarlos de lejos para que parezcan reales.
Aún así el viaje ha sido una delicia. La ciudad es grande e interesante y en cuanto se sale de los sitios más famosos la multitud afloja. Nos habíamos propuesto calma de antemano, no hemos necesitado verlo todo ni entrar en todos los museos, hemos disfrutado con el frescor de un banco a la sombra en la ladera de la colina de Petřín, del atardecer a orillas del Moldava o de lugares curiosos menos conocidos.
Los lugares son el decorado. Lo importante es cómo se mira y la compañía.
Un hombre, cualquier hombre, vale más que una bandera, cualquier bandera.
Eduardo Chillida
Otro ejercicio de poder me parece el de los narradores, para los que no somos testigos de cualquier hecho nos queda la versión del que nos lo cuenta, de viva voz, por escrito o en una película.Sabemos que la historia se explica diferente por ganadores o perdedores, según los intereses económicos del que la cuenta, según los sentimientos del autor:
He visto la película “El olvido que seremos” basada en la biografía que escribió el autor sobre su padre. No he leído el libro pero quiero suponer que no difiere mucho. Está claro que quería y admiraba a su padre pero me gusta la capacidad de mostrar las sombras del protagonista, nombrándolas, dejándolas ver sin ahondar en ellas.
Yo misma estoy utilizando mi cuota de poder, contándoos mis reflexiones y mis conclusiones sin más puntos de vista, sois libres de leerme o no, estar de acuerdo o no, pero ya os hago asomaros a unas ideas que tal vez ni hoy ni nunca necesitabais. Así que perdón por disponer de vuestro tiempo.
Puede ser conveniente lavar los trapos sucios en casa pero también es saludable sacarlos a secar al sol.
Amor de madre.
Amor de hija.
Amor de hermana.
Amor de amiga.
Charlas banales,
diálogos profundos,
coloquios interesantes,
conversaciones divertidas.
Amante,
compañera,
cómplice,
camarada.
A veces a solas,
otras en compañía,
compartiendo corazones
o descubriendo caminos.
Mil razones.
Mil canciones.
Mil colores.
De mis amores.
Desde pequeña me caló muy hondo eso de “no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados”. Creo que me pesan por igual ambas partes de las sentencias.
¿Quién soy yo para decir si lo que hace el otro está bien o mal? ¿qué sé yo de sus circunstancias? ¿qué sé yo de su intención o de su capacidad?
¿Acaso estoy yo libre de errores, distracciones, negligencias… o de dejarme llevar por un impulso o una pasión?
Esto no quita que reconozca que hay cosas que me parece que están mal hechas o que no me gustan, y que considere que nuestras acciones tienen consecuencias y que debemos asumirlas. Y así es como entiendo los castigos y penitencias. No se trata de añadir un mal a otro mal o una injusticia a otra injusticia. Someternos a las consecuencias de nuestras obras y decisiones es un acto de coherencia y una posibilidad de aprendizaje que nos puede hacer poner más cuidado en lo que hacemos.
Los que me conocéis mejor me habéis podido oír más de una vez que yo obligaría a los diseñadores a utilizar lo diseñado durante un tiempo para asegurarse de que el confort acompañe a cualquier otro criterio; por ejemplo, les haría pasar por las escaleras con peldaños que no permiten alternar las piernas al subir o bajar, también obligaría a los que deciden qué asfalto poner en las carreteras a sufrir el ruido ensordecedor kilómetro tras kilómetro a pesar de no superar la velocidad máxima de la vía. Yo sustituiría “el que rompe, paga” por “el que rompe, arregla” o “limpia el que ensucia”.
Y ¿a qué viene esto? pues a que, una vez más, he hecho el camino de mi casa al garaje acordándome de la insolidaridad de algunos de mis vecinos.
Cuando vinimos a vivir al barrio todas las casas tenían soportales de tal manera que, en días de lluvia, frío o sol abrasador, se podía ir con cierto alivio bajo su protección.
Es cierto que esa misma protección la usaban los chavales para reunirse, algunos ruidosamente, y otros dejando un rastro de suciedad al marcharse; y que algunos rincones han sido utilizados por vendedores de sustancias ilegales o, incluso, por algún amigo de lo ajeno para sus fechorías.
Pero en lugar de emprender campañas educativas sobre el ruido, la limpieza y la buena convivencia entre vecinos o solicitar más vigilancia policial para control de delitos contra la salud pública y la propiedad, hemos preferido atrincherarnos y negar un espacio de uso público a la comunidad.
Hace unos años una medida así requería unanimidad, pero ahora parece que argumentando que es por seguridad basta una mayoría simple para que salga adelante. A pesar de que algunos vecinos votamos en contra, mi edificio también ha sido rodeado de rejas recientemente.
Así que ahora los chavales hacen ruido y ensucian igualmente, pero más expuestos. En lugar de robarme bajo un soportal lo pueden hacer a la intemperie. Y estoy segura de que los camellos no han ido muy lejos porque yo sigo oliendo a porro por la calle con la misma frecuencia que antes.
Hoy llovía al volver a casa, el suelo estaba seco bajo los soportales vallados. Sólo deseo que los vecinos que votaron a favor de los cerramientos se hayan mojado más que yo.
Vivir en sí mismo es estar en peligro. Es la única actividad con un 100% de mortalidad aunque casi nunca nos acordemos y nos creamos inmortales y seamos tan simples que dejamos de vivir plenamente por si acaso nos pasa algo malo, como si por vivir menos expuestos no nos fuera a pasar nada.
Y para vivir del todo necesitamos amar y ser amados y ¿hay algo más arriesgado que el amor? ¡Menuda aventura! Porque el amor, el nuestro, siempre es imperfecto y ¿el de las personas amadas…? pues también. Así que vamos en una cordada en la que nos fiamos unos de otros a sabiendas de que algún día podemos fallar, por ausencia, por distracción, por cansancio, por desinterés, porque nos han hecho una oferta mejor para unirnos a otra cordada…
El amor, como las plantas, hay que cuidarlo y, tal vez, eso sea vivir, aunque, a veces, a pesar de nuestros cuidados, la planta se marchite.
Aún así, mejor vivir en riesgo y sin garantías que no vivir.
No hay riesgo en morir porque después no puede pasar nada peor. Aunque no lo sabemos. Hay mil hipótesis y creencias de lo que viene luego. Yo espero algo mejor, aunque, por si acaso, prefiero enterarme lo más tarde posible.
Otra cosa es que mientras vivimos vamos muriendo poco a poco y ahí sí que puede haber peligro:
En las situaciones que abandonamos por cobardía, por pereza o por impaciencia y podrían habernos conducido a una vida más emocionante o más plena.
Y en aquellas otras de las que no nos vamos por miedo al vacío o porque estamos cómodos aunque sepamos que a la larga nos harán daño o descubriremos que no era nuestro sitio.
También morimos un poco cuando las personas que queremos dejan de estar a nuestro lado. Algo de nosotros muere con su ausencia, aunque podamos recuperarnos.
Perseguir aquello que anhelamos es arriesgado.
Nuestro esfuerzo, nuestro tiempo, nuestro pensamiento, nuestras herramientas… las ponemos al servicio de conseguirlo sin conciencia de que sólo hay dos finales posibles:
Que no lo logremos, incluso después de varios intentos, y que nuestra capacidad y nuestro interés se desgasten tanto que desistamos de alcanzarlo.
Que veamos cumplido nuestro deseo y una vez en nuestras manos nos invada el cansancio de todo lo que hemos invertido en lograrlo y dudemos si mereció la pena porque, lejos de saciarnos, empezamos a desear algo nuevo.
Ya se sabe: los dioses castigan a los hombres concediéndoles sus deseos.
Menos mal que lo mejor, casi siempre, no es la meta sino el camino y la compañía.
Asomarse al precipicio a pesar del vértigo. Salirse del camino. Llegar más lejos. Buscar un lugar desconocido. Cambiar el punto de vista. Abrir la mente. Escuchar y dejarse llevar.
Decir que sí y probar aquello que nos daba miedo. Disfrutar en el intento. Confiar aun estando inseguros. Atreverse con algo nuevo. Permitir que alguien conozca nuestra debilidad… y si perdemos, volver a empezar, sin mirar atrás.
De esa manera no, mejor así.
Me equivoqué de primeras, o el error fue cambiarlo.
Dije lo que no pensaba o lo pensaba, pero no quería decirlo.
Rectificar es de sabios, o de cobardes, o de veletas.
Ir y venir.
Empecé y lo dejé sin terminar.
Chocamos al principio y al final nos entendimos.
Pedir perdón.
Volver a empezar.
Sonreír aunque el alma llore.
Nunca se vuelve al mismo sitio. Los lugares cambian igual que cambian las personas.
Llegamos y quedamos impresionadas, el paisaje, la luz, la compañía. Nos gustaría atrapar el momento y eternizarlo, pero se nos escapa. Nos quedamos con el recuerdo, a veces con una foto, aguardaremos la ocasión de repetir…aunque sepamos que no puede ser.
Habrá otra luz, cambios en el paisaje, otra compañía o ninguna; pero, sobre todo, habrá cambiado nuestra mirada. Nosotras ya no seremos las mismas y nunca más será la primera vez.
Dices adiós y un abismo se abre por delante ¿Es un hasta luego? ¿Es para siempre?
Recuerdo que cuando era pequeña y personas queridas se iban a ir de casa, tras una visita, se encontraban que les había escondido el bolso o algo que tuvieran que llevarse, era una forma de decirles que quería que se quedaran: retrasaba la despedida pero no la evitaba.
Luego me hice mayor y ese juego ya no estaba bien visto.
Ya no se distingue, por la forma, cuando quiero que alguien se quede o que se vaya.
Tal vez no quiero pensar que puede ser la última vez que nos vemos.
Como la última vez que vi a mi padre con vida, o a mi madre, o a mi tía.
Nunca digas adiós sin despedirte de corazón.
El control de presencia en mi trabajo se hacía mediante firmas a la entrada y a la salida. Hace bastantes años colocaron un reloj de fichar, querían cambiar el sistema de control pero no encontraban el momento de hacerlo.
Por fin se decidieron: empezamos a fichar el 1 de marzo de 2020. Trece días después dejamos de hacerlo, el confinamiento y la pandemia hicieron inviable continuar con la rigidez que impone el aparato, no había personal para gestionar todas las excepciones.
De nuevo han impulsado la iniciativa, hemos vuelto a fichar desde el 1 de marzo de 2022, con una guerra a la vuelta de la esquina. Esperemos que el karma no se empeñe en que no tenemos que fichar.
Vivir. Morir. Desear. Arriesgarse. Rectificar. Volver. Despedirse. Fichar.
El título de esta serie es una expresión que fue aplicada por una compañera a una pareja de pacientes con una vida, desde nuestro punto de vista, desordenada y desgraciada, tanto que, con la salud quebrada, uno de ellos se murió… ¿Se arriesgó y perdió? Yo no me atrevo a sentenciarlo.
Lo que escribí a partir del título no tiene nada que ver, o tal vez sí.
Se me vino a la cabeza la retahíla de acciones que encabeza esta entrada y que serán el tema de cada texto de la serie.
He tardado trece días en completarla y, con el paso del tiempo, no sé si he acabado escribiendo con la misma idea que empecé; lo que sí sé es que no he cerrado un círculo sino que he iniciado una vuelta de espiral.
Acompaña este texto la foto de una lápida encontrada al borde de un camino en Colmenar de Oreja. Transcribo el texto grabado en la piedra por si no se ve bien en la foto:
“36 AÑOS/ SU MADRE Y HERMANOS/ LE DEDICAN ESTE/ RECUERDO
Por buscar sin reflecsión/ El sustento necesario/ Encontró en el subterráneo/ La muerte sin confesión.”
Sentada en el pasillo de ambulantes observo el ir y venir de los pobladores de este microuniverso, a mi lado otro acompañante se entretiene mirando su móvil, sin silenciarlo.
Está prohibido hacer fotos o vídeos dentro del hospital, medida razonable para preservar la privacidad y la intimidad en estos tiempos en los que hay riesgo de que todo se exponga sin pudor, pero reactivo multitud de escenas que quedaron grabadas en mi memoria con más intensidad que en cualquier soporte.
Médicos, enfermeras y auxiliares vocean nombres, aparecen sus dueños; a veces no, distracciones, ausencias breves o dificultad para oír; otras hay confusiones, coincidencias de nombre y apellido, despistes…
Jóvenes MIR van al encuentro de sus pacientes, los interrogan, los exploran, reflexionan tratando de relacionar toda la información con algo conocido. Con la historia en la mano se consultan, se apoyan entre ellos, un gesto, una palabra. Silencio, dudas, complicidad…
Ahora hay más cuartos de consulta, uniformes de más colores pero las rutinas no cambian, buscar un hueco libre, esperar, el familiar a la caza de alguien que le confirme que no se han olvidado de su doliente, enfermeras que no dan abasto para llegar a todo, auxiliares atentos a dar apoyo. El mismo timbre de parada.
El mismo sistema que hace más de veinticinco años.
No hay tiempo en este pasillo, aunque un reloj marque las horas. Prisas a ratos, otros calma.
Llegarán las pruebas, llegará el diagnóstico. Un alivio, una preocupación, una sorpresa, una sospecha confirmada. Y los médicos repartiendo la sentencia: sanar, ingresar, vivir, morir.
A propuesta de mi hija, trato de actualizar el escrito, revisando, si la memoria no me falla, cómo han ido tomando forma mis expectativas y mis dudas de entonces.
Empezaré por decir que aquellas Navidades no fueron muy diferentes a las anteriores, pero sí que hubo cambios a partir de entonces. Seguimos celebrando Navidad y Año Nuevo con la familia extensa, pero Nochebuena y Nochevieja se quedaron en celebración íntima. El motivo: evitar frío, riesgos del tráfico y descoloque horario a la niña. Luego se convirtió en una agradable costumbre que no quisimos perder y que mantenemos.
El embarazo terminó bien, ni una sola molestia. Sólo el susto final, una bradicardia que hizo que acabara naciendo por cesárea.Y ahí tuvimos la primera de las respuestas, aunque yo escribía con el genérico “hijo”… fue niña, una niña preciosa y sana que recibimos con alegría mayúscula. Aunque era cierto que no teníamos preferencia por el sexo de la criatura, Joaquín enseguida se planteó que él ya sabía cómo era ser niño y que estaba bien tener acceso a saber cómo era ser niña. Yo estaba completamente compenetrada con aquel ser que había crecido dentro de mí y que me había convertido en su nave nodriza, era ella y yo estaba de su parte, fuera como fuera.
La empresa a partir de este momento no fue fácil, nos convertimos todos en aprendices de equilibristas y eso significó llevarse unos cuantos golpes:
Al principio había que reequilibrar una relación de dos en una de tres, donde la última incorporación necesitaba y reclamaba mucha atención, casi siempre asimétrica. Por suerte la relación entre Joaquín y yo estaba fuertemente consolidada, Itzi nació cuando llevábamos casi 10 años casados.
Los primeros años fueron relativamente sencillos, con el contrapeso de guardería y abuelos mientras trabajábamos, pero el resto del tiempo éramos un pack. Nunca tuvimos sensación de dejar de hacer nada importante por ella, para cuestiones particulares nos turnábamos sin problema y para vacaciones, reuniones de amigos… éramos tres, y si en algún sitio no eran bienvenidos los niños dejaba de ser un buen lugar para nosotros, aunque fuéramos sin ella.
Tocaba acompañarla para que llegara a ser una persona de bien. Siempre nos importó más que tuviera valores que cualquier otra virtud. Su arraigo en un deporte de equipo facilitó la adquisición de algunos. Nos esforzamos en servirle de ejemplo, aun en la cuerda floja, a riesgo de ser incomprendidos por ella al mantener actitudes e ideas a contracorriente y muchas veces se sintió presionada creyendo que pedíamos resultados académicos. Seguramente nos equivocamos al pedirla más trabajo y esfuerzo en tareas que realmente no le aportaban gran cosa.
Itzi se fue revelando como una niña alegre y espabilada. Me planteo si es mi visión sesgada de madre, pero creo que siempre ha brillado de una forma especial. Desgraciadamente eso le supuso sufrir envidias y no ser entendida por muchos, para colmo, en momentos en los que no supimos estar atentos, ocupados en la enfermedad de Joaquín.
Ahí se complicó nuestra vida. Seguimos haciendo equilibrios para llegar a todo, en estado de esperanza, pensando que era pasajero. Pero ni llegamos a todo ni la esperanza se hizo realidad. Acabó con un mal desenlace. Es verdad que fueron muchos años, ocho si contamos desde la enfermedad cardiaca, porque al tercer año, cuando creíamos que ya estaba resuelta, empezaron los síntomas del cáncer. En esos años hubo de todo, también muchos buenos momentos, mucho aprendizaje, mucho amor. Pero mucha incertidumbre, mucho dolor, incluidas las enfermedades de ambas abuelas que se saldaron con la muerte de mi madre. Y, como ya he dicho, no supimos ver que tras la fachada de madurez de Itzi había una gran fragilidad.
Cuando Joaquín murió Itzi tenía 14 años. Tocaba volver a ser dos, pero en otras condiciones. Con la atención puesta en que su crecimiento como persona pasa por alcanzar la independencia en muchas facetas. Nos cuidamos la una a la otra, pero sin perder de vista que tiene que perseguir sus sueños, sean los que sean. Y parece que no será camionera, aunque conduzca su coche y su vida con energía; ni enfermera, aunque sea capaz de cuidar de sus amigos; ni abogada, aunque sepa defender lo que le parece justo; pero de lo que sí estoy segura, es de que ha logrado ser una gran equilibrista.