Desde pequeña me caló muy hondo eso de “no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados”. Creo que me pesan por igual ambas partes de las sentencias.
¿Quién soy yo para decir si lo que hace el otro está bien o mal? ¿qué sé yo de sus circunstancias? ¿qué sé yo de su intención o de su capacidad?
¿Acaso estoy yo libre de errores, distracciones, negligencias… o de dejarme llevar por un impulso o una pasión?
Esto no quita que reconozca que hay cosas que me parece que están mal hechas o que no me gustan, y que considere que nuestras acciones tienen consecuencias y que debemos asumirlas. Y así es como entiendo los castigos y penitencias. No se trata de añadir un mal a otro mal o una injusticia a otra injusticia. Someternos a las consecuencias de nuestras obras y decisiones es un acto de coherencia y una posibilidad de aprendizaje que nos puede hacer poner más cuidado en lo que hacemos.
Los que me conocéis mejor me habéis podido oír más de una vez que yo obligaría a los diseñadores a utilizar lo diseñado durante un tiempo para asegurarse de que el confort acompañe a cualquier otro criterio; por ejemplo, les haría pasar por las escaleras con peldaños que no permiten alternar las piernas al subir o bajar, también obligaría a los que deciden qué asfalto poner en las carreteras a sufrir el ruido ensordecedor kilómetro tras kilómetro a pesar de no superar la velocidad máxima de la vía. Yo sustituiría “el que rompe, paga” por “el que rompe, arregla” o “limpia el que ensucia”.
Y ¿a qué viene esto? pues a que, una vez más, he hecho el camino de mi casa al garaje acordándome de la insolidaridad de algunos de mis vecinos.
Cuando vinimos a vivir al barrio todas las casas tenían soportales de tal manera que, en días de lluvia, frío o sol abrasador, se podía ir con cierto alivio bajo su protección.
Es cierto que esa misma protección la usaban los chavales para reunirse, algunos ruidosamente, y otros dejando un rastro de suciedad al marcharse; y que algunos rincones han sido utilizados por vendedores de sustancias ilegales o, incluso, por algún amigo de lo ajeno para sus fechorías.
Pero en lugar de emprender campañas educativas sobre el ruido, la limpieza y la buena convivencia entre vecinos o solicitar más vigilancia policial para control de delitos contra la salud pública y la propiedad, hemos preferido atrincherarnos y negar un espacio de uso público a la comunidad.
Hace unos años una medida así requería unanimidad, pero ahora parece que argumentando que es por seguridad basta una mayoría simple para que salga adelante. A pesar de que algunos vecinos votamos en contra, mi edificio también ha sido rodeado de rejas recientemente.
Así que ahora los chavales hacen ruido y ensucian igualmente, pero más expuestos. En lugar de robarme bajo un soportal lo pueden hacer a la intemperie. Y estoy segura de que los camellos no han ido muy lejos porque yo sigo oliendo a porro por la calle con la misma frecuencia que antes.
Hoy llovía al volver a casa, el suelo estaba seco bajo los soportales vallados. Sólo deseo que los vecinos que votaron a favor de los cerramientos se hayan mojado más que yo.