Cuando era pequeña y llegaba el verano nos trasladábamos a la casa de la sierra, aunque mi padre tenía que ir y venir a diario a la ciudad para trabajar.
Aquellas semanas estaban llenas de sensaciones agradables, la primera, nada más llegar, era un aire más respirable, el frescor del interior de la casa y el olor a la leña almacenada junto a la chimenea.
Una vez instalados empezaban todas las actividades, repetidas año tras año pero siempre novedosas porque sabían a vacaciones. Tocaba segar la hierba del jardín, desprendiendo aromas jugosos del césped o dulces y mentolados de la hierbabuena y otras plantas aromáticas que crecían fuera del parterre. Luego había que amontonar lo cortado con aquel rastrillo que rascaba la tierra y sonaba cada vez que sus dedos metálicos chocaban con algún guijarro; y al sacar la hojarasca, que había sobrevivido al invierno bajo los setos, se percibía la humedad que iba convirtiendo aquellos restos en abono. Acabadas estas labores, mi madre prendía los montones y el aire se impregnaba de todos esos olores mezclados con el humo.
Los días que hacía más calor había baño en la piscina, pocos se atrevían a estar largo tiempo en el agua porque estaba muy fría, era de manantial y en aquellos años no había depuradora, se mantenía limpia porque entraba y salía constantemente sin dar tiempo a que se templase. ¡Qué agradable era sentir el abrazo del sol a la salida!
Mi padre tenía la costumbre de refrescarse y nadar en la piscina al volver del trabajo, ya de noche. El impacto en el agua al tirarse de cabeza era un sonido de los que se quedaron en el recuerdo, unos años después dejó de hacerlo porque obligaron a vallar la piscina y cerrarla cuando no hubiera socorrista.
Otros sonidos que se repetían de forma cíclica eran el ruido del motor y el pitido que anunciaba la llegada de cada furgoneta de suministros:
Todas las mañanas subían la leche ordeñada en la vaquería aledaña, las mujeres se acercaban y comenzaba el sonido metálico de las tapas de las cántaras y el del trasiego de la leche al recipiente que se llevaba de casa, luego se ponía a hervir hasta que subía tres veces, acompañada del ritmo que el borboteo imprimía al cueceleches.
También a diario llegaba la furgoneta del pan, acercarse era un disfrute porque arrastraba el olor a tahona, a través de la bolsa de suave tela donde se recogía el pan se percibía la masa aún templada.
Una vez a la semana pasaba la furgoneta de la frutería donde se pesaba el género con una romana que sonaba al mover la pesa por las muescas de la barra graduada.
Incluso subían furgonetas vendiendo carne y pescado.
Los fines de semana, entre la hora de comer y la de la merienda, el silencio se rompía con el anuncio esperado por los más golosos: “al rico bombón helado”.
Los sonidos fueron desapareciendo uno tras otro, año tras año, sustituidos por ruidos de otros motores porque los niños que conocieron ese mundo crecieron y encontraron otras formas de pasar la vida.
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