Una vez más he encontrado anotaciones en una carpeta sobada y caótica. Esta vez son las impresiones de un viaje a París hace ya más de diez años, está sin fechar y al releerlo me parece tan atemporal que lo reproduzco sin más:
"Dormimos bajo las estrellas y escuchamos un tam-tam sobre el Sena... Los corredores del metro se llenan de música y los contrabajos viajan en los vagones acompañados de guitarras eléctricas y acordeones.
De día y de noche la ciudad es luz, bajo las barandillas de los puentes el agua devuelve mil reflejos de colores. Tantos colores como gentes distintas, van y vienen en representación de todas las partes del mundo, mezcladas y yuxtapuestas: diversidad y mestizaje.
Notre Dame en su portada juega a discreta, la catedral gótica mira hacia la aguja de la Santa Capilla como si envidiase su esbeltez y transparencia, pero guarda su propia lanza, agazapada tras las torres de su fachada. Y sus vidrieras, arbotantes y ojivas atrapan suficiente luz para hacer sombras; sin rubor alguno frente a nada.
Se enorgullece la plaza de la Concordia de albergar el monumento más antiguo de la ciudad... y resulta que es un obelisco extranjero.
Hasta la Torre Eiffel, enhiesta, firme, desafiante a su destino, trastoca su origen deslumbrante y efímero y se erige en clásico símbolo. Su esqueleto metálico se debate entre dos fines: contemplar y ser admirada, de día se envuelve con velos de niebla gris y por la noche se engalana con luces que la hacen parecer joya dorada.
Grandiosidad y belleza junto a suciedad y pobreza. Desde el amanecer, maquillaje y arrugas. Nos llaman desde todas las puertas, la oferta es tentadora, pero al traspasar el umbral el atractivo se desvanece ante el paso del tiempo, uno se imagina el esplendor de otra época que difícilmente volverá. Elegancia marchita y pervertida.
Diríase que la ciudad entera juega a los embustes, unas veces promete y otras desconcierta. París, París cosmopolita...pero muy francesa".