Es junio. A pesar de la inusual climatología de este año he tenido sensación de primavera, el campo abigarrado de flores silvestres, aquí amarillas y violetas, allí rojas y blancas, envueltas todas en un sinfín de verdes a cual más brillante. Sensación del campo estallando de vida que desde hace muchos años me transporta a un viaje, un viaje que fueron tres, pero que mezclo con facilidad en mi memoria porque comparten destino y ruta a pie.
Por tres veces he llegado a Santiago de Compostela andando, las tres por el Camino Francés. La primera desde Frómista, con un grupo de amigos, con Arturo al frente, el párroco de la iglesia a la que pertenecíamos. Él conocía bien el itinerario y organizó etapas, visitas, intendencia... también conocía a algunas personas que nos acogieron haciéndonos la ruta más fácil. Tuvo la magia de la primera vez.
Más de diez años pasaron hasta la segunda, para mi suerte con la frescura de ser otra primera vez. Empezaba en Roncesvalles, Joaquín y yo solos, los dos pisábamos por primera vez suelo euskaldun. Era junio, como la última, tres años después, mismo origen y misma compañía.
Han pasado veinte años desde esa segunda primera vez, vuelve a ser junio y me apetece contar impresiones y anécdotas que recogí por el camino, he encontrado unas notas que guardé, en unas hojas arrancadas de un cuaderno, amarillentas y con la tinta descolorida y me ha parecido que debo rescatarlas. Desde el principio tuve intención de escribir, pero estaba tan de moda... parecía que todo el que iba a Santiago tenía que escribir su libro y aparqué las notas para mejor ocasión.
Conocí de primera mano cosas que seguramente sólo se pueden ver ya en reportajes de otras épocas, había pocos caminantes, no había apenas albergues y la gente de los pueblos te acogía con el poso de hacer algo que no podía ser de otra manera, no en vano dar posada al peregrino es obra de caridad. He dormido en escuelas, oficinas de Correos, dependencias de Ayuntamientos, conventos y casas particulares. En Calzadilla de la Cueza abrieron para nosotros el tele-club, único sitio de refresco en un pueblo que en julio hacía honor a su nombre, las veces siguientes pudimos disfrutar de un hotel sencillo y acogedor como sus dueños y el tele-club ya era un recuerdo del pasado. En Cacabelos conocí a una colchonera, se ganaba la vida vareando lana para rellenar colchones, durante unos años nos estuvimos felicitando por Navidad, no sé si yo dejé de escribir o ella de contestar, como tantas veces me ha pasado con mis relaciones epistolares, pero eso es otro tema que quizá merezca otra entrada, otro día.
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