He dejado pasar muchos días sin volver a escribir, ya hace un mes que volví del viaje. Las impresiones que me produjeron algunos paisajes, algunos sonidos, algunas conversaciones o algunas historias no han desaparecido, pero no están tan a flor de piel como al principio. Si repaso las fotos, se reactiva todo, pero no sé si tengo tantas ganas de contarlo con detalle.
Quizá la privacidad a la que someten los templos (recordad la regla: nada de fotos en cuanto te descalzas) se ha transmitido a mi relato. O ya me he encontrado con amigos a los que se lo he ido contando y me va sonando a repetido.
Si ya pasé por encima de algunas experiencias sin detenerme demasiado, ahora puede que sea aún más fugaz, pero creo que no puedo dejar inconcluso el proyecto que empecé.

La siguiente jornada fue la de la excursión estrella del viaje, la subida al Templo del Nido del Tigre. Aunque llovió, tuvimos suerte, al día siguiente llovió más y cerraron la subida. A pesar de la lluvia y la cuesta, mereció la pena, no solo por los templos encajados en la roca, sino por el paseo en sí mismo. Quizá en otro momento, le dediqué una entrada especial, o no.
Después del esfuerzo y la mojadura relajamos nuestros cuerpos con un tradicional baño de piedras calientes. Consiste en sumergirse en unas artesas de madera, de tamaño suficiente, llenas de agua con hierbas aromáticas en las que la temperatura se regula a base de echar piedras calentadas en una chimenea o agua fría a gusto del usuario. En el mismo lugar, tras el remojo, nos dieron a probar suja (té salado con mantequilla) y ara (aguardiente de cereales). Particularmente prefiero el té con leche clásico que nos pusieron como bebida en más de una ocasión, además de un sabor rico, no me desvelaba como cuando tomo té en Europa.
El último día será otro capítulo, por cuestión de longitud y manejo de la página.
















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