Siempre hay un último día y un camino de vuelta y, con frecuencia, una reflexión final. Y también llegaron para este viaje.
El último día fue un día intenso.
Visitamos un último templo (Kyichi Lhakhang), uno de los más antiguos de Bután (s. VII), recibimos la bendición de un lama en forma de pulsera de colores que aún llevo puesta, giramos las ruedas de oración que recorren todo el perímetro exterior del templo, nos despedimos por última vez del Guru Rimpoché (Padmasambhava) a quien habíamos visto en tantos templos y del que nos habló Pema tantas veces.
Recorrimos el Museo Nacional, el único museo que hemos visto en todo el viaje, un museo que compendia la vida y la cultura butanesas: arte, historia, naturaleza, artesanía, tradiciones, religión…
Y para terminar la mañana entramos en la fortaleza de Paro (Rinpung Dzongkhag), con sus elementos decorativos en madera y los grandes murales pintados, donde una vez más contemplamos la rueda de la vida y escuchamos los beneficios del trabajo en equipo, simbolizado por “los cuatro amigos” que a mí me recuerdan a los músicos de Bremen.
Nos llevaron a una casa rural donde pudimos ver la arquitectura interior, me sorprendió el oratorio, traspasamos una cortina donde esperaba un pequeño espacio con alguna imagen y resultaron ser dos estancias espaciosas preparadas para recibir al maestro y los monjes que le acompañan, al parecer visitan las casas al menos una vez al año, fue el único templo que pude fotografiar.

La tarde terminó con visita libre por las calles de Paro, antes de la entrada preceptiva a algunas tiendas de recuerdos, paseamos por un mercado y nos acercamos a un puente de entrada a la fortaleza de Paro que no habíamos cruzado por la mañana, había un grupo de indias vestidas a la butanesa, a una de ellas le caí en gracia y, tras hacernos algunas fotos, me pidió que bailara con ellas unos pasos que les acababan de enseñar de algún baile tradicional. Lo di todo por la concordia internacional.
A la llegada al hotel nos tenían preparado un espectáculo de danzas tradicionales, pero esta vez a cargo de un grupo folclórico local que no pidió participación del respetable, salvo en un número jocoso de un pastor y su yak.
La mañana que tocaba volver empezó a desintegrarse el grupo con la misma naturalidad que se formó. Yanina y Albert, que seguirían a Nepal con el guía, salían más tarde de Paro y ya no vinieron al aeropuerto. Al llegar a Delhi, Marta, Leo y Carlos se despidieron porque se quedaban unos días más en India. Ana y Bego salían en vuelos diferentes bastante más tarde y buscaron un hotel donde poder descansar hasta la hora de su vuelo. Los cuatro que cogíamos el vuelo a Abu Dabi a la misma hora teníamos planes diferentes: yo no quise volver al estrés y al calor de Delhi y me quedé en el aeropuerto, Jesús se quedó conmigo, hicimos por pasar las interminables horas juntos, pero cada uno a nuestro aire. Inma y Jessica dejaron el equipaje en una consigna y aprovecharon para hacer alguna visita turística más. Los dos planes son incómodos. Este aeropuerto es, si cabe, más antipático que otros, el espacio donde están los mostradores de las compañías es un lugar sin retorno al que no dejan pasar hasta el momento del check-in. La espera es en un espacio satélite ruidoso y refrescado a base de ventiladores. Jesús se estiró tumbado en unos asientos mientras yo escribía sentada enfrente. Aún nos quedaban dos vuelos y más de 20 horas de viaje. Volamos en asientos separados, en Abu Dabi despedimos a Jessica y en Madrid cada uno tomamos rumbo a nuestras rutinas.
Terminado el viaje vuelve la vida a lo cotidiano. La desconexión ha funcionado, la huida no. Aquí siguen las obligaciones, los asuntos sin resolver y los proyectos por acabar. Vuelven los deseos, equivocados o no, los apegos dañinos, las presiones sordas, el ruido de fondo… y conocerlos no sirve para que desaparezcan. Un día han tardado en volver, aunque luche por mantenerlos a raya.
También vuelvo a mi hija y a mis amigos y eso me reconforta.










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