jueves, 9 de abril de 2020

(MI VIDA ENTRE PARÉNTESIS)


El paréntesis se abrió  cuando diagnosticaron a Joaquín de cáncer. 

Mi vida era una vida normal, que no idealizo pero que discurría de forma natural, sin que necesitara plantearme qué hacía con ella.

Ese día todo se paró. La vida se convirtió en un presente absoluto. Todo lo que no tenía que ver con acompañarle en su enfermedad quedó en un segundo plano. Seguía cumpliendo con mi trabajo y poco más.

Nuestra hija colaboró como pudo, sólo ella me sacaba del estrecho margen en el que había enfocado mi pensamiento. Ella y la enfermedad de mi madre. Fueron años muy intensos, con muchos momentos de felicidad, sinsabores, preocupaciones y esperanzas, pero me sentía en posición de standby. Esperaba que la mala racha pasara y que la vida volviera a fluir hacia mi deseo de envejecer juntos viendo crecer a Itziar.

No pudo ser. Joaquín se murió y mi proyecto desapareció. Me mantuvo la compañía de mi hija, el propósito de que ella tuviera un punto de apoyo para seguir adelante. Pero seguía clavada en el presente, avanzando por inercia, instalada en resolver las necesidades de cada día y desconectando el resto del tiempo ¡Cuántos ratos haciendo nada!

Empezaba a despertar y ahora viene este parón obligado en el que sólo siento no poder estar físicamente cerca de mis amigos. Me asusta la facilidad con la que pienso en el encierro como un destino apetecible. Siempre me he acomodado a las circunstancias tratando de hacerlo con el menor coste emocional posible, pero sé que vuelvo a quedarme atrapada en el paréntesis.

TIEMPO DE PANDEMIA


Se podía oler el miedo. Era olor a lejía y a alcohol y a jabón de manos. Todo el mundo limpiaba todo y se limpiaba continuamente, hasta desollar la propia piel. Nadie se tocaba. Si era imprescindible siempre había una barrera que impedía sentir la suavidad o el calor del otro. Y qué decir de los abrazos, si todos caminábamos a distancia.

Se habían acabado los susurros, esa misma distancia obligaba a conversaciones en voz alta. Pero casi todo el tiempo el sonido que se escuchaba era el del silencio, no había griterío de niños jugando en los parques, ni el ruido del tráfico, tal vez alguna sirena de un coche de emergencias...

Y mientras, como un brindis al sol, se aplaudía en las terrazas y se pintaban arcoíris y se encendían velas o se apagaban luces a las órdenes de unos mensajes que se propagaban más rápido que los virus, sin saber quién los lanzaba pero que permitían instalarse en la comodidad de creer estar haciendo algo útil, arropados por la mayoría.