“Vivir como un peregrino
que, olvidando los dolores,
pasó cogiendo las flores
de los lados del camino”.
J.M. Pemán
De Irún a Bilbao se tarda hora y media en coche. A pie, una semana por el Camino de Santiago, con la ventaja de pasar por sitios y hablar con personas con las que nunca coincidiría de otra manera. Habrá quien diga que qué necesidad tengo de cruzarme con gente que no voy a volver a ver, necesidad ninguna, pero es muy enriquecedor.
A ratos caminaba en compañía, en silencio o en animada charla con Itzi o con otros peregrinos. Cualquier tema era adecuado, desde lo que llevábamos hecho o lo que nos quedaba por andar, no todos íbamos a los mismos albergues, ni siquiera a las mismas poblaciones; hablábamos del tiempo, pero no como tema de compromiso sino como compañero de viaje facilitador o incordio; también compartíamos de dónde éramos o lo que habíamos dejado en casa (trabajo, familia), comentábamos nuestros proyectos o nuestra forma de ver la vida.
Otros ratos caminaba sola dejando que mis pensamientos revolotearan por mi vida a su antojo, aunque las más de las veces estaban concentrados en el paisaje o en no tropezar con la siguiente piedra. En algún momento la reflexión comparaba el sentido de mi vida con la ruta que llevaba, un viaje a ninguna parte o, más bien, a un no sé a dónde; sabía que no llegaría a Santiago, pero no hasta dónde llegar, al menos sabía qué dirección seguir, aunque no pudiera calcular cuánto quedaba. En la vida me falta esa flecha amarilla que me facilite el siguiente paso. Varias veces al día me decía ¿quién me manda venir aquí? y otras tantas o más, agradecía estar donde estaba.
Se me vino a la cabeza la estrofa que inicia esta entrada, la leí una vez en una agenda de mi madre y se me quedó grabada. Más allá del atentado ecológico que sería hoy y de la estampa graciosa que imagino, con un peregrino de capa y sombrero de fieltro de ala ancha caminando cual Heidi cogiendo flores para hacer un ramo, encajo perfectamente la metáfora. Podemos llevarnos flores, paisajes y monumentos en unas fotos que alguna vez repasaremos, pero siempre se llevan la palma del camino las personas. Idoia y su marido en el caserío Intxauspe o Amadou, el tallador de madera de Bolibar fueron flores de las que crecen a la vera del sendero.
Personas con las que compartes momentos que son más intensos que los que llegarás a vivir con gente que ves habitualmente. No hay reglas escritas, pero vamos con una predisposición de apertura difícilmente alcanzable de forma obligada. Se establecen complicidades y afinidades con solo una mirada o una sonrisa con gente que no vas a volver a ver.
Lamento no tener mejor inglés porque habría conversado con unos cuantos extranjeros interesantes: el profesor sueco que venía a “reencontrarse a sí mismo” o los australianos que cenaron en Markina, entre otros.
La tercera noche coincidimos con dos chavales que iban haciendo el camino juntos, desde ese día fuimos grupo de cuatro, acordando las etapas y los albergues, durante la jornada Itzi y Juan iban más ligeros por delante, Iñaki y yo, más tranquilos, íbamos rezagados a la par. Qué importante es que cada uno pueda ir a su ritmo y nadie lo cuestione.
También me dejaron huella Stefan, un rumano afincado en Italia que viajaba con su hermano, hablaba un perfecto español y tenía un humor peculiar, Agustín, un argentino-italiano que había decidido gastar sus ahorros en un viaje por Europa de 4 meses de duración, parte de ese viaje incluía peregrinar de Irún a Santiago, un sujeto divertido y profundo. Y el más sorprendente, un francés que vive en Méjico, donde sólo utiliza chanclas y así se vino a caminar, con un kit de supervivencia que incluía una tienda de campaña, en una mochila más pequeña que la de la mayoría.
Gracias a Itzi, que por dar un rodeo caminó durante algunos kilómetros por detrás de mí, me enteré de que me había convertido en leyenda: en el camino me encontré unas gafas graduadas, bien podrían haber sido de algún lugareño de los que nos cruzábamos con frecuencia, pero pensé que si eran de algún peregrino no iba a volver atrás sin saber dónde las había perdido. Decidí llevármelas y cuando alcanzaba a algún peregrino le preguntaba si las había perdido. Mi plan, si no aparecía su dueño, era dejarlas en el siguiente albergue con la esperanza de que la comunicación entre ellos facilitara la recuperación por parte de su propietario. No hubo lugar, tras un rato de caminar llegué a un merendero donde descansaban algunos peregrinos. Al parecer, fui como una aparición porque en ese momento el dueño de las gafas estaba a punto de vaciar su mochila buscándolas. Me abrazó con agradecimiento sumo. También me enteré de que lo de ir madre e hija en ruta ya iba causando sensación y ese “milagro” completó el mito.
Otras anécdotas del viaje han venido de los hospitaleros, como el que nos despertó con cantos gregorianos para acto seguido encender la luz, Itzi le calificó de pasivo-agresivo. El otro que dio para muchos comentarios fue uno que más se acercaba a carcelero que a hospitalero, con toque de queda incluido que todos queríamos quebrantar, nos envió a la cama a las 21:30, cuando aún era de día. Éramos más de quince personas, pero acatamos la norma.
Una última reflexión sobre un asunto del que ya me he quejado en otras entradas es acerca de la constante de encontrar ermitas e iglesias cerradas. Comprendo que antes de las 8:00 de la mañana no haya nadie para abrirlas, pero no hablo de eso. Pasa en ciudades y pueblos y a cualquier hora del día. Es más fácil entrar a la Casa de Juntas de Gernika que a cualquier iglesia, siempre que he ido la he encontrado abierta.
Somos un goteo continuo de personas de todos los continentes en una ruta religioso-cultural y solo podemos ver las iglesias por fuera. Los sellos de nuestras credenciales son de albergues y bares porque a las iglesias no se puede entrar, exceptuando la de Zenarruza, donde las puertas de la iglesia siempre están abiertas y la de Itziar, que tiene habilitada una entrada a una capilla exterior donde te pones tú mismo el sello. A la nave principal no pudimos acceder porque estaban a mitad de misa.
Vi que en el Camino francés se plantean un voluntariado para que haya alguien que las abra. No sé si esa es la mejor solución, porque es limitada en espacio y tiempo. Yo recuerdo que antaño siempre había algún vecino que tenía la llave y si dabas con él te abría, tal vez ahora sea difícil porque somos demasiados y el vecino tendrá cosas que hacer, pero se podría plantear como un nicho de empleo relacionado con turismo y no sólo para las iglesias de los diferentes Caminos, en los que añadiría beneficio a los peregrinos como lugar de cobijo espiritual, sellado de credencial, descanso, refugio de inclemencias meteorológicas, agua... Es un mal que aqueja a muchos lugares, darle alguna solución podría revitalizarlos y evitar el deterioro por abandono de un patrimonio notable.