Aprovechando que ahí fuera nos acecha un virus fácil de contagiar y difícil de erradicar, que Filomena nos ha dejado un manto blanco que nos dificulta la movilidad ya restringida, que la contaminación ha venido a sumarse a este ensayo de Apocalipsis y que nos amenazan con inundaciones para los próximos días, yo he venido a hablar de mis muñecas.
Mi padre me trajo una muñeca Barbie de Alemania cuando era una niña y aquí apenas se conocía. Su gracia, y el motivo por el que mi padre me la trajo y se convirtió en un juguete verdaderamente disfrutado por mí, era que sus rodillas estaban articuladas y recubiertas de goma de tal forma que hacía un efecto muy natural, aunque con un crujido artrósico característico que para mí era otro atractivo. Realmente era de buena calidad porque sobrevivió a las infinitas flexoextensiones a las que la sometí. Era una muñeca rubia y esbelta pero con cuerpo de niña, nada que ver con las Barbies de después. Esa muñeca estuvo alguna vez en manos de mi hija pero ya no llamaba la atención y se quedó en un cajón del que la he sacado para la foto.
La verdadera inspiración para que os cuente esto hoy ha sido mi querida amiga Teresa Rishik (para mí siempre vas a ser Teresa Marín) que ha puesto una foto de una Barbie en su página de Facebook. Hace un par de años Teresa me sorprendió regalándome una glamurosa muñeca Barbie con una enigmática introducción: “voy a hacerte un regalo que no te han hecho nunca ni te van a volver a hacer”.Y espero que tuviera razón porque no quiero empezar una colección por espectacular que pudiera ser. Aquí la tenéis.