Esta es la crónica de un fin de semana en un lugar muy significativo para mi. A sabiendas de que los lugares no son sólo los paisajes, son la gente con la que los compartes y lo vivido en ellos. A sabiendas de que encontramos lo que buscamos y recibimos más cuanto más estamos dispuestos a compartir.
Se me presentó la ocasión de cumplir un propósito pendiente desde 2015. Quería coronar la cima del Lindus, la excursión en sí es un paseo agradable si la climatología es propicia y se tienen dos noches para no tener que conducir muchos kilómetros ese día. En 2016 lo intenté en Semana Santa con mi hija y la nieve nos hizo desistir. Esta vez el día fue soleado y con una temperatura magnífica para andar.
No encontré quien se viniera conmigo aunque, a decir verdad, no busqué con interés. No me gusta salir sola al monte pero es una excursión fácil; la cima está frecuentada por avistadores de pájaros, ese día, para mi gusto, por demasiados; y el recorrido lo he repetido en bastantes ocasiones y tiene poca pérdida.
Salí el viernes por la mañana, con idea de comer en Pamplona y con tiempo para visitar antes Eunate y Puente la Reina. A parte del paseo de rigor por todo el Centro Histórico de Pamplona, me acerqué a la Catedral, por primera vez en esa iglesia tuve que pagar entrada, pero como daba derecho a visitar exposición y claustros aproveché para no perder detalle. Quedé gratamente sorprendida. No soy aficionada a los tesoros de las catedrales: barrocas cruces plateadas, casullas rícamente bordadas y ajuar valiosísimo pero, para mí, indistinguibles de una catedral a otra. De los claustros y otros rincones si soy gran admiradora, me compensaron del claustro en obras con la casa del campanero y en lugar de un museo al uso, la exposición, de laberíntico recorrido, superó con mucho mis expectativas, con espacios para la cultura, para la reflexión y para el divertimento, éste de la mano de actividades para niños y un poco de descoloque naif que aporto yo.
Por la tarde llegué al lugar donde iba a pasar las noches, no era la Posada de Roncesvalles como en otras ocasiones, porque no iba buscando una ubicación sino una forma de estar. En el alojamiento daban de cenar, me advirtieron de que lo haría junto a unos peregrinos que, como habían llegado antes, ya habían elegido hora y menú. Eran un matrimonio francés, por suerte él hablaba un fluidísimo español y la cena fue muy agradable.
Descansé profundamente, por la mañana, en el desayuno, reconocí a la persona que esperaba encontrar y que la noche anterior no había aparecido. Ella tenía un vago recuerdo de mí, hacía unos 20 años que nos habíamos visto por última vez, pero me acogió como si me esperara, me dijo cómo localizar a su hermano y a su cuñada, a los que había visto con más frecuencia y hacía menos tiempo.
Mi recorrido por el monte fue un auténtico disfrute, a la vuelta me encontré que en Espinal eran las fiestas y asistí al desfile de gigantes y cabezudos.
Por la mañana mi plan era desayunar y emprender el viaje de regreso a casa pero la casera me propuso dar un paseo con ella si podía esperar a que atendiera a unos clientes. Fue un paseo de cerca de tres horas, hablamos como si fuéramos amigas de siempre. Quedamos en que, cuando vuelva, iremos a pasear otra vez.